Aunque el recuento de víctimas mortales por el coronavirus en España es a diario un barullo ante la falta de tests generalizados, lo cierto es que la cifra de ancianos fallecidos en residencias por esta causa es un escándalo mayúsculo, hasta el punto de que representa prácticamente el 70 por ciento del total notificado por las autoridades sanitarias. Los datos reflejan la vergüenza colectiva de una sociedad llamada moderna y serán la espada de Damocles que penderá durante tiempo sobre los responsables públicos de este país. Sonroja especialmente escuchar a destacados miembros del Gobierno el retórico argumento de que "nadie puede quedar atrás" en la reconstrucción social de un país, cuando estamos enterrando cada día a cientos de ancianos y, peor aún, cuando a muchos de ellos les tenemos olvidados en vida.

Las comunidades autónomas de Madrid, Cataluña, Catilla y León y Castilla-La Mancha concentran el mayor porcentaje de personas mayores que han terminado sus días por culpa de la pandemia. Incluso un gran parte ni siquiera va a computar como víctimas del coronavirus porque las pruebas no se realizan 'post mortem'. Son el colectivo más castigado por la COVID-19 y por el retraso en la adopción de medidas específicas para una población tan vulnerable. Atrás queda -pero no olvidado- aquella recomendación de los responsables sanitarios de Cataluña de atender con preeminencia a los contagiados de menos de 80 años y el abyecto trato dispensado a muchos familiares. Como también quedará grabado en nuestra retina el llanto de trabajadores de centros asistenciales ante la impotencia y el repentino desbordamiento.

Más allá de las estadísticas y de los fríos números, el virus se ha cebado con la población a la que más debíamos proteger. Y solo ante las primeras informaciones de un alto número de muertos concentrados en pocos centros provocó ese giro de estupefacción en nuestras conciencias. Pareciera que 'sólo las malas noticias son noticia' y fuera, entonces, días después del inicio del estado de alarma, lo que provocó la exasperación de todo un país al comprobar atónito cómo sus abuelos morían sin poder despedirse siquiera de sus hijos y nietos y estos lo hacían sin el legítimo duelo.

Sabíamos que España es desde 2019 el país que encabeza el top mundial de longevidad, por delante de países como Suiza y Japón, según la Organización Mundial de la Salud, pero lo que desconocíamos era que, paradójicamente, también vayamos a liderar las dramáticas listas de personas mayores fallecidas por causa de la pandemia. Y eso no deja de ser sino la gota que colma el vaso de un sistema que urge revisar en profundidad, desde procedimientos médicos a protocolos asistenciales, para que, salvo honrosas excepciones, no se perciban las residencias como aparcamientos temporales, en los que lamentablemente el confinamiento de sus usuarios no nada nuevo.

La dignidad pasa por un trato médico adecuado y continuo y una calidad asistencial sin resquicios. Tendremos que regular mejor el entramado de miles de geriátricos y residencias de gestión pública, privada, concertada o de gestión indirecta, además de dotar a esos centros de los equipos facultativos especializados, sin dejar de valorar mucho mejor y en su justa medida el ímprobo trabajo de cuidadores, enfermeros, fisioterapeutas y profesionales de atención social que se dejan la piel junto a nuestros mayores.

Muchos de ellos, la mayoría, han fallecido en las propias residencias y otra gran parte en hospitales, pero pocos de ellos en las UCIs. Suficiente crudeza como para no hacer todo lo indecible con quienes nos dieron la vida, la que precisamente ahora pierden sin nuestro consuelo y atención.