Quizá porque el olvido es un mecanismo de defensa muy arraigado en el ser humano, el caso es que no han transcurrido ni cuatro días desde el fin del estado de alarma por la pandemia y comprobamos cómo mucha gente se ha tirado al monte, descuidando las elementales medidas de protección. Somos, en general, proclives a pensar que, como sucede con la siniestralidad en las carreteras, esas calamidades les pasan solo a otros, pero no a nosotros, hasta que lamentablemente ocurren y, solo entonces, es cuando la conciencia eclipsa el grado de imbecilidad. Pero, claro, ya es muy tarde para reaccionar.

Vivimos ciertamente en medio de una feroz sucesión de acontecimientos que propicia esa tendencia a comportarnos como si no hubiera pasado nada, relegando a un segundo o tercer plano aquello que nos genera miedo. Y, créanme, en estos momentos post confinamiento, el miedo puede ser el antídoto más razonable y el escudo más sólido que podemos aplicar contra el riesgo fehaciente de contagio.

De todo este periodo tan convulso debemos extraer conclusiones y, una vez revisadas con suficiente rigor, quedarnos con las certezas. Lo demás son ganas de marear la perdiz y engañarnos a nosotros mismos. Algunas de esas certezas no son, precisamente, como para tomárnoslas a la ligera. La primera es la constatación de que el virus sigue latente entre nosotros, como lo demuestran los brotes conocidos en las últimas horas. Incluso a escala mundial los últimos ocho días han sido el periodo más virulento de extensión de la enfermedad, con un millón de nuevos contagios. No se trata de suscitar falsas alarmas, pero no es nada serio ni respetuoso con los miles de muertos la facilidad con la que pasamos página al dolor ajeno en este país. Es como pretender ponerse la mascarilla en los ojos en lugar de la boca para no ver así la cruda realidad.

Ahora es cuando la responsabilidad individual se hace más necesaria que nunca si queremos salvar vidas y no dar el último puntapié a la economía y el mercado laboral. Solo ya por eso es triste observar en espacios públicos a quienes no llevan puesta una mascarilla. Incomprensible.