Los pueblos siempre han estado ahí, ¿verdad? Ya fueran grandes, medianos o pequeños en cuanto a su superficie o al tamaño de la población, tuvieran más o menos actividad económica o se caracterizaran por su mayor o menor brío, ímpetu o furor para hacer frente a las dificultades de cada momento o coyuntura histórica, el caso es que los pueblos, en su acepción de núcleo de población de dimensiones más reducidas que una ciudad o villa, forman parte del paisaje humano desde tiempos remotos. Cualquiera que peine canas o disfrute de una buena memoria se dará cuenta de que los pueblos de hoy ya no son como los del pasado: han cambiado tanto en apenas cuatro o cinco décadas que, si hoy regresaran a sus calles muchos de los vecinos que se fueron para el otro barrio hace cincuenta o más años, no reconocerían el lugar de sus juegos, la escuela donde aprendieron las cuatro reglas, las eras donde pasaban el mayor tiempo posible durante los meses de verano o los artilugios con los que realizaban las labores agrícolas o ganaderas.

Los pueblos han cambiado porque el cambio social es un ingrediente de la vida cotidiana. Los cambios, sin embargo, no han sido homogéneos. Hay pueblos que se han transformado y se han ajustado a los nuevos retos y a las nuevas circunstancias. Se han modernizado a una velocidad de vértigo, generando en muchos casos sensaciones agridulces y hasta problemas de adaptación. Porque si los pueblos dejan de ser lo que eran y se convierten en otra cosa, entonces es lógico que el proceso provoque impactos emocionales en muchas personas al perderse los puntos de referencia que te han mantenido unido con un pasado que, guste o no guste, forma parte de nuestras vidas. Pero también encontramos localidades que, pese a los cambios generales que se han producido, permanecen mucho más ancladas a los modos de vida de antaño, con dificultades para acomodarse a las nuevas circunstancias de la globalización y, muy especialmente, para prestar los servicios que por ley deberían recibir sus vecinos. Serían un buen ejemplo de la España vacía.

Pues bien, con este telón de fondo, llegó la pandemia provocada por el maldito virus y empezó a hablarse de la revalorización de los pueblos, especialmente por las facilidades para, llegado un nuevo confinamiento, pasar el tiempo de la reclusión en espacios mucho más amplios que los pisos de las ciudades, respirando aire limpio y con la posibilidad de salir a la calle, subir al monte, etc. Incluso muchas empresas y organizaciones han impulsado el teletrabajo y se han dado cuenta que con una buena conectividad es posible realizar las tareas profesionales en los pueblos. Y muchas personas han descubierto por fin que los placeres de la vida no se encuentran entre los tumultos, los atascos en las carreteras y los largos desplazamientos para ir al trabajo, coger un metro, luego el bus, etc. Pues sí, muchos pueblos ofrecen muchas oportunidades. Están aquí, esperándonos con los brazos abiertos. Pero no nos engañemos: habrán de cambiar muchas cosas si realmente queremos que sean lo que algunos llevamos soñando desde siempre.