Cuando las cosas van mal, siempre hay razones para el optimismo: aún pueden ir muchísimo peor. Seguro que pueden poner infinidad de ejemplos de la vida cotidiana para corroborar tan célebre sentencia. Por ejemplo, si el número de nuevos contagiados por el maldito virus se incrementa cada día en 2.000, 3.000 o 4.000 personas (cifras que me saco de la manga, sin ninguna pretensión científica), no se apuren: esos números podrían ser aún mucho más catastróficos y llegar a 10.000, 15.000 o 40.000; si los nuevos brotes identificados en un territorio se elevan a 100, 200 o 300, ídem: son muchos menos que 800 o 3.500, con lo que aún hay motivos para saltar de alegría. Y lo mismo sucede con los fallecidos: si nos dicen que ahora mueren 25 personas en un solo día por culpa del bicho y nos comparan esa cifra con los más de 1.000 fallecidos hace tan solo cuatro meses y en un solo día también, pues entonces no hay motivos para tanto alarmismo. La conclusión, por tanto, parece evidente: el que no se consuela es porque no quiere.

Pero tal vez no deberíamos preocuparnos tanto porque el número de fallecidos en el mundo se haya incrementado en casi 800.000 desde que empezaron a contabilizarse las personas que se han ido para el otro barrio por culpa del perverso virus. Porque seguro que esas cifras están trucadas y no responden a la realidad de los acontecimientos. ¿Casi un millón de muertos en apenas cinco meses? ¿Pero quién se puede creer semejantes sandeces cuando el virus no existe? ¿Usted lo ha visto? Por tanto, si el maldito virus no existe, ¿para qué hemos de preocuparnos tanto, para qué hemos de vivir tan acongojados y, en definitiva, para qué hemos de seguir las instrucciones de las autoridades sanitarias y protegernos a nosotros mismos y a quienes nos rodean? Bueno, eso es lo que dice esa perversa legión de nuevos iluminados, los llamados negacionistas, que desde sus púlpitos, plataformas y atalayas han dado un paso al frente para desafiar a la ciencia y a quienes emplean el método científico para descifrar los misterios de la vida.

Pues sí, aquí tienen a un ciudadano que además de acojonado está perplejo por lo que oye, lee y observa en relación a lo que nos ocupa a la mayoría de los mortales. Vaya por donde vaya no puedo por menos que auscultar la realidad social con algunas de las habilidades o herramientas que utiliza un sociólogo que ama su profesión, como yo: mirar y escuchar atentamente, destrezas que todo el mundo debería practicar. Porque si no se mira y no se escucha, entonces es imposible hacerse preguntas. Y sin preguntas, créanme, no solo es imposible que la ciencia avance sino que nos encontramos indefensos a la hora de indagar sobre el sentido y el significado de las acciones, los sucesos o las circunstancias que envuelven nuestra vida cotidiana. Por eso me fijo tanto en si la gente utiliza la mascarilla o el gel, si se respeta la distancia de seguridad y el tamaño de los grupos para comer o cenar o si tienes que tragar el humo de los cigarrillos que llega a tus narices. Y las cosas no solo van mal sino que incluso irán a peor.