Hoy me voy a ganar una legión de enemistades. Pero no importa: uno ya está acostumbrado a ciertas cosas. Empecemos, claro está, por la descripción de los hechos y que cada cual saque sus propias conclusiones. Lo que sigue es tan real como que dos y dos son cuatro. Para entenderlo, no olviden las circunstanciales actuales que estamos viviendo (me refiero a la maldita pandemia, claro) y todos los consejos en materia de seguridad y protección sanitarias que nos han dado los expertos de turno. Indicaciones que supuestamente cualquier ciudadano responsable y con dos dedos de frente debería aplicar en su entorno personal, familiar y comunitario. Porque de eso se trata, ¿no? De ser responsables con uno mismo y, de manera muy especial, con los demás, con quienes te codeas a diario; esto es, con la tribu. Ya les adelanto que los negacionistas y los irresponsables sociales despotricarán con lo que sigue, se levantarán en armas (es un decir, ¿vale?) o mirarán para otro lado, como si con ellos no fuera la cosa. Y va, claro que va.

Bueno, el caso es que todo se desarrolló durante la medianoche del viernes. En una localidad que no voy a citar, pero cuyo nombre empieza por “T” y termina en “O”, en una célebre calle donde se concentran tres o cuatro bares y lugares de copas, el espectáculo que vieron mis ojos era desolador: en apenas 100 metros cuadrados se concentraba una jauría de personas, disfrutando de la magnífica noche, apelotonadas, pegadas las unas a las otras, sin mascarillas, charlando tan alegremente en amor y compañía. Solo en la calle, conté más de 150 almas. Calculen, por tanto, la densidad de población disfrutando de la noche en tan reducidas dimensiones. Pero el interior de varios locales estaba también abarrotado. Desde una esquina me quedé contemplando la función. La ocasión era única. Pura sociología nocturna, pensé. Saqué varias fotografías para inmortalizar las escenas. Mientras observaba el panorama, algunos ojos me inspeccionaban. Me sentía señalado y escrutado, como si mi papel de mero espectador infundiera alguna sospecha.

Cogí el móvil, simulé una llamada y me di media vuelta. Regresé al lugar donde estaba mi acompañante, que me esperaba como agua de mayo. Le relaté el espectáculo que habían contemplado mis ojos y, tras una breve pausa, mandé un mensaje al alcalde de la localidad. Un tío encantador, por cierto. Le expresé mi tristeza por lo que había presenciado. Me respondió, reconociendo que era una pena, admitiendo que ya se les ha multado en varias ocasiones, que parece que no van con ellos y que solo aprenderán cuando los locales se cierren por decreto. Pues eso pensé yo: que se cierren por decreto una y mil veces. Es lo único que se merecen quienes solo piensan en llenar el bolsillo. O la buchaca, como dice un buen amigo. Y, a mayores, algo habría que hacer con tanto irresponsable que anda suelto por ahí. ¿El qué? No tengo ni idea. Porque poner un policía en cada esquina no me parece de recibo. Aunque, visto lo visto, tal vez haya que llegar a eso. ¡Ay, qué pena! Y chapó por quienes hacen las cosas bien y predican con el ejemplo.