Pues sí, se confirma el dicho popular: “Sólo nos acordamos de santa Bárbara cuando truena”. Que estamos como focas por ingerir muchas más calorías de las que necesitamos, ¡ay, Dios mío, prometo cambiar y empezar a comer sano!; que me pongo enfermo y tengo que pasar unos cuantos meses postrado en la cama, ¡ay, Dios mío, a partir de ahora empezaré a valorar las cosas realmente importantes de la vida!; que pierdo a un ser querido, ¡ay, Dios mío, vivamos el día a día, que uno no sabe en qué momento se irá para el otro barrio!; que una crisis económica nos deja en la cuneta, ¡ay, Dios mío, si hubiera ahorrado un poco más, ahora no pasaría tantas penurias! La retahíla de posibles circunstancias es infinita, tantas como las voces de ayuda que solicitamos o las buenas intenciones que declaramos ante esas adversidades a las que apenas prestamos atención en el día a día. Nos creemos dioses y pasamos por alto que la fragilidad siempre camina con nosotros, dejando aparcados, en muchas ocasiones, algunos detalles significativos.

Hasta que recurrimos, una vez más, a santa Bárbara. Como ahora, que, de la noche a la mañana, hemos descubierto las bondades de los pueblos para residir o, más bien, para sortear de alguna manera las consecuencias negativas del confinamiento que hemos padecido hace unos meses y las que puedan llegar en los próximos días, semanas o meses por el incremento de nuevos casos sospechosos o confirmados por la infección del COVID-19. Ya ven: un maldito virus nos obliga a recapacitar y a cuestionar nuestros modos de vida, la manera de trabajar, los desplazamientos y, por supuesto, el lugar de residencia. Y aquí aparecen los supuestos beneficios de los pueblos, como liberadores, una vez más, de esa legión de humanos que han descubierto los inconvenientes de ocupar viviendas de reducidas dimensiones, el sinsentido de esas urbes atestadas de personas y vehículos, corriendo de aquí para allá, a una velocidad de vértigo, y los obstáculos a la movilidad que impone la autoridad de turno cuando dice que mucho ojito con salir de casa.

De golpe y porrazo nos encontramos con los pueblos, salvadores de urgencia para esas personas que han empezado a abrir los ojos y a poner en solfa muchas cosas: un modo de vida, un método de trabajar, una forma de desplazarse y, en definitiva, una manera de construir nuestra biografía personal y colectiva, que, ante situaciones de emergencia, como la que estamos viviendo en la actualidad, supone muchos más perjuicios que beneficios. Pero claro, no todo es tan sencillo ni tan idílico como parece en esas localidades que ahora se presentan como las redentoras o, más bien, amortiguadoras de los desastres que nosotros mismos, como sujetos conscientes, en unos casos, e inconscientes, en muchos más, hemos ido construyendo. Que quede claro: deseo que la pandemia ayude a revertir muchas cosas, incluido el panorama gris que se cierne sobre tantos y tantos pueblos que vienen padeciendo, casi siempre en silencio, las consecuencias de un modo de vida que se ha llevado por delante lo que ahora, según parece, empieza a descubrirse.