Corrían los años sesenta del pasado siglo, es decir, anteayer, cuando en uno de los pueblos de esta provincia era habitual, como en la mayoría de la España rural, sentarse en las portaladas a tomar el fresco. Allí se hablaba de los quehaceres cotidianos, de lo que decía menganito y contaba fulanito, de lo bien que le iba la vida al hijo de la maestra, lo que hacían o dejaban de hacer el médico, el cura y el boticario, etcétera. En uno de esos corrillos escuché, en una noche de verano, a un señor despotricar contra todo bicho viviente, criticar a diestro y siniestro a todo hijo de vecino, sacar los colores a más de uno y montar en cólera por todo lo que se hacía o dejaba de hacer en el pueblo. Alguien le dijo que era un tocapelotas. Y yo, que era un rapaz y no sabía qué quería decir la expresión, llegué a casa y compartí con mis padres lo que acababa de escuchar. Me lo explicaron con unos ejemplos y, desde entonces, he de confesar que me he topado con una buena legión de tocapelotas en el camino. Como ustedes, imagino.

La figura del tocapelotas me saca de quicio. Aunque muchos hacen gala de serlo y lo reconocen públicamente (“es que a mí me encanta tocar las pelotas a todo el mundo”, he oído anteayer), otros, sin embargo, no saben que lo son. En cualquier caso, lo sepan o no, los tocapelotas son un peligro para la vida social. Son personas tóxicas que, lejos de contribuir a construir una comunidad sana, gustan de practicar el enfermizo ejercicio de no pensar en los demás. En ningún caso deben confundirse con quienes, ante cualquier situación o circunstancia de la vida cotidiana, expresan sus opiniones, comparten sus puntos de vista y, sobre todo, aportan propuestas, soluciones o alternativas. El tocapelotas, no. Lo único que busca es poner pegas siempre a todo. Si alguien dice que puede hacerse tal o cual cosa para mejorar no sé qué, el tocapelotas salta a la primera. Allí está él con sus trabas o zancadillas. Nunca le verás aportando nuevas ideas ni practicando el saludable ejercicio de la participación y colaboración colectiva.

Seguro que ustedes conocen a muchos tocapelotas. Incluso los sufrirán, como yo. Esta misma semana he echado cuentas y al menos me he topado con una docena de ellos. Sí, además de contarlos he anotado sus nombres en una libreta. Y a algunos se lo he dicho a la cara: “Oye, en vez de poner siempre tantas pegas a lo que se hace o deja de hacerse, ¿cuándo te atreves a compartir una propuesta, una sugerencia o cualquier otra idea para cambiar el sino de eso que criticas con tanta furia?”. Pero ni se ha inmutado. Ni tan siquiera sabía de lo que le estaba hablando. Como si con él no fuera la cosa. Y eso que tiene luces y es un experto en algunos temas con los que se gana las habichuelas. Luego reflexioné y me di cuenta de que el susodicho desconocía el significado de algunos verbos que se aprenden en la infancia: “compartir”, “proponer”, “resolver”. Con este tipo de personajes, ya pueden imaginar el futuro que le espera a un pueblo, una organización, una empresa, una comunidad de vecinos, un club de fútbol, una peña, etc.