Hubo un tiempo en el que esta sociedad veía el futuro con una suficiencia rayana en la chulería, con una seguridad, prepotencia y soberbia que rozaban la indecencia, casi la inmoralidad. Íbamos de “sobraos”, de imbatibles, de reyes de la naturaleza, del universo y de todo lo que se nos pusiera por delante. La excepción era la gente de los pueblos, que veía como sus localidades perdían a chorros población y vida. El progreso reclamaba personal para las ciudades, donde, como es bien sabido por todos, atan los perros con longanizas y dan los duros a cuatro pesetas. Los pueblos tenían sacrificarse y entregar lo poco que tenían para que las urbes y las zonas industriales prosperaran por el bien de España, de cierta España, aunque eso no se atrevía a decirlo casi nadie.

Aquellas humildes y silenciosas quejas pueblerinas cayeron (y siguen cayendo) en saco roto. Incluso fueron desoídas las de personajes como Miguel Delibes, cuyo centenario se cumplió ayer, que advirtió en sus novelas y artículos de lo que se avecinaba si el hombre seguía viviendo de espaldas a la naturaleza y atentando contra ella. Incluso lo denunció en su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua, allá por mayo de 1975, pero lo tacharon de conservador y hasta de reaccionario. Nadie podía poner en duda el valor y la importancia del progreso tal y como se ha venido entendiendo hasta que el cambio climático, los desequilibrios territoriales, las crisis y, ahora, la pandemia han sacado los colmillos y nos los han puesto en la yugular.

En este terreno, y en otros, Delibes fue un adelantado, alguien que intuyó que el camino que se había emprendido podía conducir al desastre, especialmente para esta su tierra. Bastaría leer “Las ratas” para corroborarlo. O escuchar al señor Cayo, burgalés él, decir que si quería hablar con la gente de su pueblo, tendría que ir a Bilbao; allí estaban todos. Allí, claro, estaba el futuro. Hoy el futuro está en el aire, tiembla, rila, ante la que se nos ha venido encima. El virus ha barrido el optimismo que nos caracterizaba, no a todos, eso sí, desde hace décadas; nos ha congelado la sonrisa de triunfadores, de invencibles, que llevábamos puesta casi desde que nacíamos; ahora llevamos puestas mascarillas y el rictus de “aquí estoy yo” se ha esfumado. Estamos como para sacar pecho.

¿Quiere esto decir que no podamos volver a ser optimistas, que debamos resignarnos a verlo negro? No, ni mucho menos. Pero conviene que aprendamos de los errores y que tratemos de corregirlos. Y cuanto antes, mejor. Por eso es bochornoso y de juzgado de guardia los espantosos numeritos que nos están ofreciendo a diario políticos, autoridades, opinadores, supuestos expertos y demás. Lo resumía el viernes uno de los dibujos-editoriales de El Roto. Un payaso (nariz postiza, peluca rojiza, boca pintada) se lamentaba con cara de pena: “El circo se muere, imposible competir con el espectáculo político”. Nada que añadir. Tan solo que ese deleznable espectáculo perjudica seriamente a la ciudadanía que ve, impotente, como sus teóricos representantes se despellejan a insultos e improperios en el Congreso, el Senado y los medios de comunicación mientras los problemas se enquistan y se agravan. Seguí casi en su integridad la sesión de control al Gobierno del pasado miércoles y no escuché ni una sola propuesta de nadie; solo broncas, “y tú más” y cosas por el estilo. Las preguntas de la oposición no fueron sino disparos para desgastar al Ejecutivo. Las respuestas desde el banco azul, andanadas, eso sí menos violentas, contra la credibilidad de la derecha y su estrategia. ¡Cómo para reclamar pactos, acuerdos, entendimiento!

Y por si fuera poco, Pablo Casado se va a Bruselas a arremeter contra Pedro Sánchez sin entender que eso puede dañar seriamente a España. Y lo hace dos días después de que el Tribunal Supremo confirmara las fuertes penas a Correa, Bárcenas y otros cuantos procesados por la Gürtel. Entre ellos, al que fuera vicepresidente de la Junta y todopoderoso secretario regional del PP de Castilla y León, Jesús Merino, aquel que dijo cuando Antolín Martín denunció el Caso Zamora que “había mordido la mano que le daba de comer”. O sea, que las broncas políticas, y vuelvo a Pablo Casado, han llegado con toda su virulencia a Europa y enturbian aun más nuestro futuro, ese porvenir que se ha tornado en incertidumbre y zozobra, máxime cuando comprobamos las cifras de afectados por el coronavirus, los nuevos brotes, los confinamientos, el incremento de enfermos en las UCIS. Ese tenía que ser, junto a la recuperación económica, el único campo de acción de autoridades e instituciones, pero tendremos que seguir más pendientes de los tribunales que de las acciones comunes para salir del atolladero. Lamentable y desgraciadamente, me temo que será así.